"Con estas representaciones de La pasajera, la Grand Opera de Florida entra en este grupo de las grandes temporadas de ópera estadounidenses por la puerta grande".
Por Pedro J. Lapeña Rey
Miami. AdrienneArsht Center 5/4/2016. La pasajera (MieczyslavWeinberg / Alexander Medvedev) basada en la obra “Pasażerka” (La pasajera) de ZofiaPosmysz. AdriennMiksch (Marta), DavedaKaranas (Lisa), David Danholt (Walter), John Moore (Tadeusz), Anna Gorbachyova (Katja), Kathryn Day (Bronka),AgnieszkaRehlis (Hannah), Elena Galván (Yvette), Hilary Ginther(Vlasta), Eliza Bonet (Krystina). Dirección Musical:Steven Mercurio. Dirección de escena: David Pountney.
El compositor judío nacido en 1919 en Varsovia, Mieczyslav Weinberg, fue uno de los más prolijos del S.XX. En su catálogo encontramos 154 obras catalogadas y varios cientos sin catalogar. Entre otras se encuentran 22 sinfonías, 4 sinfonías de cámara, 2 sinfoniettas, 10 obras concertantes, poemas sinfónicos, ciclos de canciones, más de 20 sonatas para distintos instrumentos, 3 ballets, 3 operetas, etc. Dejo para el final lo que considero sus dos puntos culminantes. Sus siete óperas y su monumental ciclo de 17 cuartetos de cuerda, una de las cumbres de la literatura del siglo XX, cada día más populares en las salas de concierto europeas desde que el mítico Cuarteto Borodin las empezara a dar a conocer. En Madrid pudimos “descubrirlos” en el Liceo de Cámara de 2003, en uno de los varios cumpleaños que los asistentes al ciclo celebramos con el inolvidable Valentin Berlinsky. Fue en concreto su n°8, que nos dejó en “estado de shock” y que nos llevó a preguntarnos a muchos, ¿Quién es este Weinberg? Poco después los belgas del Cuarteto Danel se han convertidos en sus auténticos abanderados, interpretando la colección completa en varias ciudades europeas. El arriba firmante tuvo ocasión de asistir en julio de 2014 en Heidelberg al estreno del ciclo completo en Alemania en un fin de semana realmente inolvidable.
Con sus obras para escena encontramos una paradoja. Salvo la primera La pasajera, compuesta en 1968, todas se estrenaron en vida del autor en la extinta Unión Soviética con un éxito dispar. Sin embargo, un poco a la manera de nuestro Pablo Sorozábal y su Juan José, él nunca pudo escucharla en público, y mucho menos verla representada, a pesar de todos sus esfuerzos por estrenarla. Hubo de hecho ensayos en el Bolshoi, pero la aprobación nunca llegó. Las autoridades soviéticas siempre fueron de una u otra manera herederas del antisemitismo tradicional ruso y para ellos, las conmemoraciones del Holocausto eran un desprecio a los 25 millones de ciudadanos soviéticos muertos en la “Gran Guerra Patriótica”. Tras la caída del régimen, Weinberg, ya bastante mayor y casi sin poder salir de su casa, no estaba en el candelero de la vanguardia que en aquellos años representaban Sofia Gubaidulina o Alfred Schnittke. Tuvieron que pasar diez años tras su muerte, cuando en el día de Navidad de 2006, se estrenó La pasajera en versión de concierto en la Sala Svetlanov de la Casa internacional de la Musica de Moscú. Y por fin, cuatro años después, fue el estreno mundial de la obra escenificada en el austríaco Festival de Bregenz del verano de 2010 bajo la dirección escénica de su entonces manager general, el británico David Pountney, producción que fue editada en dvd por el sello Arthaus Musik.
La partitura ha obtenido un éxito inaudito allá por donde ha ido. En los cuatro años y medio que han transcurrido desde el estreno, la producción se ha visto en Polonia, Inglaterra, Alemania y en varias localidades norteamericanas. Se estrenó en Houston en 2014, y posteriormente ha viajado al Festival del Lincoln Center en Nueva York, a Chicago, a Detroit y finalmente esta semana a la Gran Opera de Florida. Por si fuera poco, una segunda producción dirigida por Anselm Weber, el próximo intendente de la Opera de Frankfurt, fue estrenada en ese teatro el 1 de marzo de 2015, con un éxito igualmente inenarrable. Cerca de 10 minutos de vítores y aplausos para una obra compuesta en la segunda mitad del S.XX y que ya está programada en la Semper Oper de Dresden para la próxima temporada.
Este éxito continuo de crítica y público, que en la actualidad solo es comparable al de Written on skin del británico George Benjamin que recientemente se ha podido ver semiescenificada en Madrid y Barcelona, contrasta con el inexplicable desdén sufrido por la obra en Madrid. El Teatro Real ha sido coproductor de la producción de Bregenz, pero la obra aun no se ha programado, ni ha aparecido anunciada en el programa del Bicentenario. Inexplicable.
¿Qué tiene esta obra para dejar tanto poso en el espectador? En primer lugar su capacidad de emocionar. La ópera es teatro, y consecuentemente emociones. La pasajera es una obra que entra al centro del holocausto, donde fueron asesinadas millones de personas en los campos de concentración nazis. Está basada en la obra de Sofia Posmysz, guionista polaca superviviente del campo de Auschwitz, quien primero escribió una radionovela y luego una novela sobre el encuentro hipotético entre un superviviente de un campo de concentración y su guardián. En su día explicó que la idea le vino cuando ella misma creyó ver a una de sus vigilantes en una plaza de Paris. No era la persona, pero pensó para sus adentros: ¿Qué hubiera pasado si sí hubiera sido?
En segundo lugar la calidad musical de la composición. Mieczyslav Weinberg, quien poco antes de ponerse manos a la obra tuvo la confirmación de que sus padres y su hermana habían sido asesinados por los nazis en el campo de Trawniki, compone una partitura con música en 2 niveles, como la propia trama. En la superior, que ocurre en la cubierta de un crucero lujoso que hace la ruta de Alemania a Brasil, se escuchan ritmos modernos cercanos al jazz. En la inferior, en el infierno de Auschwitz, la música tiene una densidad mucho mayor, con influencias evidentes de Benjamin Britten, de la música popular centroeuropea y sobre todo de su mentor Dmitri Shostakovich, pero siempre con una personalidad propia impactante, con pasajes de intensidad extrema, con una extensa sección de percusión (incluidos 3 xilófonos con diferentes registros), con temas que beben directamente de la música klezmer y con un exquisito equilibrio entre las escenas más intensas y las más sensibles. Todo ello sin buscar histrionismos baratos. Una partitura en fin, de la que Dmitri Shostakovich escribía en 1974 con motivo de la publicación de la partitura para piano, tras haberla tocado al piano y estudiado junto al autor: “El entusiasmo que me produce la ópera de Weinberg no deja de crecer. Es una obra maestra, y además su historia, extremadamente actual, es, en forma y estilo, tan buena como necesaria. La visión ética que se haya en la base de la ópera, su dimensión espiritual y su humanismo, dejan una huella imborrable en el espectador". En mi modesta opinión, estoy completamente de acuerdo con D. Dmitri, y para mí, es una obra que entra de lleno al olimpo de las óperas compuestas en la segunda mitad del S.XX junto a La vuelta de tuerca de Benjamin Britten, Diálogo de carmelitas de Francis Poulenc, Die soldaten de Bernd Alois Zimmermann y Saint François d’Assise de Olivier Messiaen.
Miami es la quinta ciudad norteamericana donde llega la obra. En un país donde el mundo de la ópera gira alrededor del “astro” MET, y donde hay más de 50 teatros “satélites”, hay varios que tratan de hacer de “planetas”. Chicago, San Francisco y Houston son los más reseñables, con Los Angeles y Seattle llamando a la puerta. Con estas representaciones de La pasajera, la Grand Opera de Florida entra en este grupo por la puerta grande. Es mi segunda visita a este teatro. En la primera, a finales de 2010, tuve la fortuna de “descubrir” a su actual director musical, el valenciano Ramón Tebar, entonces un auténtico desconocido en su propio país, quien dio una excelente versión de Turandot. En esta segunda, tengo que felicitar a todo el equipo, porque el trabajo realizado en esta producción ha sido excelente y no desmerece nada a teatros de mayor tradición y poderío económico. No es fácil, con una temporada de 4 títulos, apostar por esta obra con su dificultad innata.
En este tipo de obras, la labor de conjunto es esencial. Pero en este caso, no fue solamente eso. A nivel individual tuvimos intervenciones muy reseñables. Empezando por la batuta del director musical, Steven Mercurio, quien con gestos precisos y un sentido teatral de primera, llevó el peso de la función. No hubo nada que se le resistiera. Impactó sobre todo en una tercera escena, la más larga de la obra, y quizás la más completa donde conviven las entradas salvajes de los oficiales de las SS con la llegada de las diferentes prisionerasal campo y la recepción por las internas. Consiguió de la orquesta un sonido intenso por momentos, lírico por otros, siempre envolvente. A sus órdenes, la orquesta sonó como una de las grandes.
Las dos protagonistas femeninas, almas de la obra, estuvieron también a un nivel muy alto. Sobre todo, la “Lisa” de la mezzosoprano griega Daveda Karanas, poseedora de una voz rotunda, muy bien manejada, y que bordó su papel desde el punto de vista escénico. Desde la alegre y “sumisa” esposa que va camino del nuevo mundo, hasta la cruel guardiana del barracón que reconoce poco a poco sus orígenes a su marido, no confesados hasta la fecha, y cuyo desasosiego va creciendo escena a escena forzada por la presencia de “Marta” y la presión del coro “griego”: “Hay mucho más que decir. Da a los otros la oportunidad de decir la verdad. ¡Déjalos hablar!”.
La soprano húngara Adrienn Miksch, de voz pequeña y timbre atractivo, tuvo algún problema en el agudo, pero en líneas generales creó una Marta intensa y emotiva, que llegó a su culmen en una fascinante aria final donde canta que “nunca olvidaremos a los muertos” y que “nunca perdonaremos” mientras la música se desvanece.
Las seis prisioneras que comparten el cruel destino con Marta hicieron también una magnífica labor, aunque tres de ellas sobresalieron por encima del resto. La primera, la espléndida soprano rusa Anna Gorbachyova como Katja, quien con voz uniforme y bien proyectada hizo una canción rusa que nos dejó “los pelos como escarpias”. La soprano neoyorkina Elena Galván, de voz ligera, hizo una creación de Yvette, la prisionera francesa. La tercera, la veterana mezzosoprano de Philadelphia, Kathryn Day, quien también nos dejó mudos con su plegaria al “Dios que no debe existir si permite este infierno”.
Los personajes masculinos también estuvieron bien servidos. El tenor danés David Danholt hizo un “Walter” bien cantado, con timbre atractivo, pero con poca proyección, muy preocupado por las consecuencias que para su carrera de diplomático tendría el haberse casado con una ex-SS, y el barítono estadounidense John Moore con un timbre algo gutural fue un buen Tadeusz.
La producción de David Pountney, ya conocida por su edición en dvd, funciona de maravilla, y se ve que está completamente rodada. Todo funciona como un guante. Sigue las indicaciones del libreto de Alexander Medvedev. Los dos planos del escenario diseñado por Johan Engels permiten pasar del mundo despreocupado y superficial del crucero al infernal de Auschwitz en segundos y con toda naturalidad. Hay que agradecer como al igual que la partitura, huye de histrionismos baratos. Bastante carga de profundidad tiene la obra en sí como para añadirle más.
Resuelve perfectamente el punto culminante de la obra, cuando primero, en la cubierta del barco, la orquesta interpreta a petición de Marta el vals favorito del comandante del campo de concentración, y a continuación, en una de las escenas más estremecedoras que un servidor ha visto en un teatro de ópera, en la parte inferior del campo de concentración, Tadeusz, el novio de Marta, quien se supone que lo va a interpretar para él, les responde tocando una de las cimas supremas de la cultura alemana y universal: la Chacona en re menor de Johann Sebastian Bach. Los guardias le quitan el violín y le matan. Pero la chacona sigue sonando más fuerte aun. En el foso, los primeros violines de la orquesta, la siguen tocando mientras uno de los guardias alemanes destruye el instrumento. Es como si la obra echara a la cara de los propios guardias alemanes, una parte de ellos mismos.
En una noche excelsa, un pequeño reparo. En la función de Frankfurt del año pasado que mencioné al principio de esta crítica, aún recuerdo estremecido el inmenso silencio, cercano al minuto, que el público tardó en aplaudir. Un minuto necesario para que todos los presentes asumiéramos la tensión del momento y relajáramos el nudo en la garganta que teníamos al acabar la obra. Nada más lejos de mi intención el criticar al público soberano, pero el martes, varios espectadores empezaron a aplaudir casi antes de terminar los acordes finales, rompiendo el momento mágico que Adrienn Miksch había conseguido.
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